Observaba
fijamente mis pies descalzos balanceándose en la oscuridad. Adoraba la
tranquilidad de la noche. En realidad siempre lo he hecho. Desde pequeña, cada
vez que podía me refugiaba en la terraza de arriba de mi casa.
Desde
esa altura podía ver las estrellas de forma clara y, como mi casa estaba a pie
de playa, también podía ver las olas romper en la orilla, antes de ser
engullidas por la oscuridad. Me sentaba en el borde de la terraza, aunque se me
quedara el culo frío y mis pies no llegaran al tejado porque era demasiado
bajita.
Esa
noche hacía viento. Más del acostumbrado. Pero no podía dormir y había salido a
la terraza a observar las olas para coger el sueño. Toda mi vida había estado
viviendo en este pueblecito costero de Cádiz, llamado Sanlúcar de Barrameda. Y tengo
que admitir que aunque esté un poco cansada de él, lo adoro.
Miré
la playa con detenimiento. Las olas oscuras, que a mí me daba la sensación de
parecer chocolate líquido, rompían rítmicamente contra la orilla de arena
negra.
Paseé
la mirada por toda la playa hasta toparme con el faro. Alto, lleno de ladrillos
que en la oscuridad daban aspecto de ser demasiado tétricos y con la cima
redondeada y de un color blanco marfil.
El
faro de Sanlúcar.
Este
siempre ha representado un gran misterio para todo el mundo pues una infinidad
de leyendas se aferraban a él como clavos ardiendo. El faro lo cerraron hace
muchos años, y sin embargo cada noche, sin faltar una el faro se encendía sin
ningún problema. Podéis pensar que es muy interesante el tema, pero a mí
personalmente las nuevas tecnologías me impiden pensar en misterios y leyendas
inexplicables.
Moví
la cabeza con desaprobación. La verdad es que me hacía falta un buen misterio
en mi aburrida vida. Con solo quince años, mi vida era el tópico de cualquier
chica de mi edad.
Vivía
en una casa con mis padres y mi hermano pequeño Ángel, de solo siete años, a
quien, por cierto, su nombre no le hacía justicia para nada, pues era un mal bicho
impresionante.
Iba
al instituto con mis dos amigas Celia y Viana, a cuarto de la ESO, y tenía
unos compañeros de clase pesados y repetitivos que me cansaban solo con mirarlos.
Aunque claro tampoco es que yo fuera algo fuera de lugar. Era bajita y gruñona,
además tenía muy poca paciencia. Llevaba el pelo largo y aburridamente liso y
negro. Mi cara era pequeña como mi nariz, y mi piel demasiado clara para vivir
en un pueblo costero. Aunque mis ojos…ellos
lo arreglaban todo un poco.
Eran de un
color verde llamativo y luminoso, que llamaba la atención combinado con el
tamaño de estos. Grandes y brillantes, así los describiría yo.
Con
todo, no encajaba mucho entre mis compañeros, de piel morena y cabellos
castaños tostados por el sol. Aún así, con algunos de ellos sí me sentía a
gusto. Como con Lucas.
A
él le conocí al entrar en el instituto con doce años. Desde entonces se convirtió
casi al instante en mi mejor amigo. Lucas pegaba más con el estilo de mis
compañeros, tenía el pelo rubio oscuro y los ojos de un gris perla muy bonito.
Apuntando claro está, que también era moreno de piel. Pero con Lucas por
razones desconocidas, me sentía bien, aunque para mí él no solo era mi mejor
amigo. Era algo más.
Seguí
mirando el faro, observando como la luz intensa se movía iluminando las sombras
del mar. Y mi mente siguió vagando por mis recuerdo y deteniéndose en retazos
de mi vida que me apetecía recordar. Los minutos siguieron corriendo, y yo,
sumida en mis pensamientos no caí en la cuenta de la suave melodía que inundó
la playa.
No
sé si pasaron minutos o estuve allí mucho más rato, pero solo desperté de mi
ensoñación cuando oí un pequeño ruido, como de alguien que mueve un mueble muy
pesado, y un gruñido apenas audible de frustración.
Me
incorporé muy despacio y entonces fui consciente de la melodía suave y
repetitiva que llevaba tarareando un buen rato y que resonaba por toda la
playa.
“¿Proviene de una de las casas a pie de playa?” pensé inclinándome en la barandilla para
oír mejor. “No, suena demasiado lejos”
Repasé
de nuevo la playa, y me quedé mirando un punto con sorpresa e incredulidad. El
sonido solo podía venir de un sitio.
El
faro.
Sentí
como si una goma elástica cobrara vida en mi estómago. El faro llevaba años
cerrado, ¿cómo podía venir música de allí? Entré en casa, todavía sorprendida y
cerré la puerta de la terraza. Entonces ví el piano de mi madre en el salón.
Era
música de piano lo que sonaba fuera.